A doscientos seis años de su “misteriosa muerte”, Mariano Moreno sigue siendo un personaje histórico incómodo. Fue alejado prolijamente del panteón oficial, mencionado apenas como abogado y homenajeado a medias el 7 de junio, el día del periodista. Los aniversarios de su nacimiento (23 de septiembre) y de su muerte (4 de marzo), pasan inadvertidos para la mayoría de los argentinos de hoy, la gente del futuro de la que hablaba Moreno, que tanto hizo por nosotros sin conocernos.
Quizás un ejemplo palmario de lo que decimos sea el estado de total abandono en que se encuentra su monumento en la Avenida de Mayo y Paraná, frente al bello teatro Liceo. Está sucio, mal iluminado y tapado por ramas de un frondoso árbol que impiden distinguir la estatua del secretario de la Junta que corona la obra del escultor Miguel Blay y Fábregas inaugurada en 1910.
No son pocos los que siguen queriendo borrarlo de la historia o, lo que es casi lo mismo, minimizar su actuación a términos burocráticos o sanguinarios. Estamos hablando de uno de nuestros padres fundadores, uno de los grandes introductores del pensamiento más progresista de la época en nuestro país, junto a Manuel Belgrano, Hipólito Vieytes y Juan José Castelli, un pensamiento diferente que se oponía a aquel corpus ideológico escolástico-colonial que repudiaba la ciencia, el conocimiento experimental y por lo tanto el cambio.
Este abogado nacido en Buenos Aires en 1778 y graduado en Chuquisaca, que obtuvo su título con una tesis basada en la condena a la explotación de los originarios en las minas del Potosí, regresó a Buenos Aires en 1805 y comenzó a trabajar para el Cabildo pero también en la defensa de los indefensos. Dijo por entonces: “Nunca podrá encontrarse señal más segura de la decadencia de un reino que la impunidad de los delitos”.
El 25 de mayo de 1810 asumió el cargo de Secretario de Guerra y Gobierno de la Primera Junta de gobierno patrio. Ese día dijo al jurar: “La variación presente no debe limitarse a suplantar los funcionarios públicos, e imitar su corrupción y su indolencia. Es necesario destruir los abusos de la administración; desplegar una actividad que hasta ahora no se ha conocido; promover el remedio a los males que afligen al estado; excitar y dirigir el espíritu público; educar al pueblo; destruir sus enemigos, y dar una nueva vida a las provincias”.
El 25 de mayo de 1810 asumió el cargo de Secretario de Guerra y Gobierno de la Primera Junta. Desde ahí impulsó la educación pública, creó la jubilación para docentes y la biblioteca pública.
Desde su cargo impulsó la educación pública, creó la jubilación para los docentes y la biblioteca pública, el actual Nacional Mariano Moreno. Promovió la formación educativa de los soldados y oficiales del ejército patriota. Legisló a favor de la igualdad y dignidad de los pueblos originarios y el acceso de sus miembros a los cargos públicos.
Condenó la esclavitud en un escrito en el que señalaba: “Gime la humanidad con la esclavitud de unos hombres que la naturaleza crió iguales a sus propios amos, fulmina sus rayos la filosofía contra un establecimiento que da por tierra con los derechos más sagrados”. Fundó La Gaceta de Buenos Ayres, el órgano de prensa de la Revolución en el que escribía en su primer número: “El Pueblo tiene derecho a saber la conducta de sus Representantes, y el honor de estos se interesa en que todos conozcan la execración con que miran aquellas reservas y misterios inventados por el poder para cubrir los delitos”.
Fomentó la libertad de prensa porque según pensaba: “Seamos, una vez, menos partidarios de nuestras envejecidas opiniones; tengamos menos amor propio; dese acceso a la verdad y a la introducción de las luces y de la ilustración: no se reprima la inocente libertad de pensar en asuntos del interés universal; no creamos que con ella se atacará jamás impúnemente al mérito y la virtud, porque hablando por sí mismos en su favor y teniendo siempre por árbitro imparcial al pueblo, se reducirán a polvo los escritos de los que, indignamente, osasen atacarles”.
Héroe de mayo. La tapa del más reciente libro del historiador y columnista de Viva Felipe Pigna. / Gentileza Editorial Planeta
La labor de Moreno llevó su tiempo, un tiempo que parecía intuir que no tenía, y si bien es obvio que quedó parcialmente frustrada o inconclusa, su memoria y su obra, la jurídica, la económica y social, mantienen una vigencia extraordinaria. Moreno publicó a Rousseau para instalar la idea de República, para dejar claro que no se concibe a un gobierno sin poder legislativo, sin división entre los tres poderes independientes. Esto se refleja claramente en la convocatoria a un Congreso de Diputados del que fue el gran impulsor para que se constituya en un poder legislativo que funcione junto a la Junta, avance hacia la independencia y redacte una imprescindible constitución. Los objetivos de Moreno en la Junta y en la Revolución chocan concretamente con Saavedra y el Deán Funes, quienes le van a contraponer una estrategia: cuando van llegando los diputados del interior son incorporados directamente a la Junta, lo que faltaba a la palabra y al derecho de lo que se había planteado. Esta estrategia sirvió para dejar en minoría a los morenistas, y provocar la renuncia de Mariano Moreno a su cargo de Secretario de Guerra y Gobierno.
El otro episodio clave y polémico de la vida de Moreno es el fusilamiento de Santiago de Liniers, en el que cierta historia, sacando completamente de contexto y obviando que el ex virrey era parte de una conspiración que se proponía arrasar a sangre y fuego Buenos Aires y Santa Fe, culpa absolutamente a Mariano Moreno por este hecho, lo cual es un absurdo histórico. El documento que condena a Liniers está firmado por todos los miembros de la Junta, con excepción del cura Alberti que se excusa por su condición de sacerdote, pero que se indigna porque se ha excluido de la condena al obispo implicado en el complot. El fusilamiento de Liniers va a ser utilizado como un argumento de los enemigos de Mariano Moreno para usar el término jacobino de “terrorista”, para explicar a los miembros más exaltados de la Junta, entre los cuales también estaba Juan José Castelli, descrito por los servicios secretos de la colonia como un subversivo, “principal interesado en la novedad”. Quizás el más bello elogio que haya recibido el orador de la revolución que podría aplicarse sin dudas a su amigo y compañero, Mariano Moreno.
No son pocos los que siguen queriendo borrarlo de la historia o minimizar su actuación a términos burocráticos. Estamos hablando de uno de los padres fundadores de la Patria.
Son muchos los historiadores de diversas tendencias que sostienen que Mariano Moreno fue víctima de una maniobra ilegítima, lo que puede comprobarse en las actas del 18 de diciembre de 1810, para desplazarlo del poder y “cortar de raíz”, como dice Saavedra, con su obra de gobierno, moderna, progresista y democrática.
Moreno pudo sentir en carne propia la profunda injusticia que se cometía y la ingratitud de sus compatriotas. Tuvo la dignidad de presentar su renuncia, indeclinable “como la de todo hombre de bien”, porque como también decía, “prefiere al interés de su propio crédito que el pueblo empiece a pensar sobre el gobierno, aunque cometa errores que después enmendará, avergonzándose de haber correspondido mal a unos hombres que han defendido con intenciones puras sus derechos”. Intentó resistir junto a sus partidarios el retroceso evidente que se avecinaba pero no pudo. Partió hacia una misión imposible que le costaría la vida. Sin embargo el morenismo siguió vivo y pudo florecer en la Sociedad Patriótica fundada por Bernardo Monteagudo, a la que adherirá en 1812 nuestro querido Gran Jefe, José de San Martín, a poco de regresar a su patria. Merecen una mención especial los textos de María Guadalupe Cuenca, Mariquita, Lupe, la extraordinaria compañera de Moreno, que nos ha dejado un testimonio notable de los sucesos de su tiempo, de sus lógicos temores y de su amor incondicional a través de 14 cartas dirigidas a su marido que nunca llegaron a destino, y que escribió con una humana mezcla de ilusión y angustia sin saber que su destinatario ya no estaba en este mundo.
Aquel muchacho de 32 años se había ido para siempre en alta mar el 4 de marzo de 1811, poco después de decir con su último aliento, “Viva mi Patria, aunque yo perezca”.
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