Brigadier General Cornelio Saavedra.Un patriota para el que hubo ingratitud
Los Fantasmas del pasado.- por Armando Alonso Piñeiro.- 01.04.2019

(Jorge Juan Cortabarría publicó en JUNTA DE HISTORIADORES DEL RIO DE LA PLATA E HISPANOAMERICA). |
1 de abril 2019. |
"El primer comandante de Patricios, el primer presidente de un gobierno patrio pudo sólo quedar olvidado en su fallecimiento por las circunstancias calamitosas en que el país se hallaba; pero después que ellas han terminado, sería una ingratitud negar a ciudadano tan eminente el tributo de honor debido a su mérito y a una vida ilustrada con tantas virtudes que supo consagrar entera al servicio de su patria".
El párrafo correspondía al decreto de honor que en diciembre, nueve meses después del fallecimiento de Cornelio Saavedra, dictaba el gobierno del general Juan José Viamonte, cubriendo el afrentoso vacío que desde el 29 de marzo de aquel año de 1829 se había producido al morir el titular del inicial gobierno independiente argentino.
Porque al fallecer, apenas si dos días más tarde el diario El Tiempo le había dedicado treinta y tres escuetas palabras: "A las ocho de la noche del domingo murió repentinamente el brigadier general Cornelio de Saavedra. Los buenos patriotas deben sentir su pérdida, por los servicios que aquel ciudadano ha prestado al país".
Triste silencio el de la Nación que Saavedra había contribuido a emancipar desde el más alto sitial.
Era el frío e inexplicable silencio de un pueblo que había ejercido ya esa indiferencia con la preclara figura de Manuel Belgrano, en 1820, y volvería a ejercitarla con la ilustre personalidad de José de San Martín, en 1850.
Era el frío e inexplicable silencio de un pueblo que había ejercido ya esa indiferencia con la preclara figura de Manuel Belgrano, en 1820, y volvería a ejercitarla con la ilustre personalidad de José de San Martín, en 1850.
Acaso no tan inexplicable, al menos en los dos primeros casos, porque inmerso el país en los tensos altibajos de la pasión política y en el hacer nervioso y permanente de sus balbuceantes instituciones, poco tiempo podía disponer para evocar a sus mismos protagonistas, sin lejanía suficiente como para alcanzar una estatura de prócer. Décadas más tarde, la excusa ya no serviría, porque tocaba dimensiones de amarga ingratitud.
No importa tanto, que temo aletear inadvertidamente sobre el olvido compatriota, recordar los viejos méritos del prócer de la patria vieja. Porque, ¿quién no conoce su vocación de héroe contra las Invasiones Inglesas?: "Este fue el origen de mi carrera militar -diría en sus Memorias-: el inminente peligro de la Patria; el riesgo que amenazaba a nuestras vidas y propiedades, y la honrosa distinción que habían hecho los hijos de Buenos Aires prefiriéndome a otros muchos paisanos suyos para jefe y comandante, me hicieron entrar en ella".
¿Quién no sabe, claro, su intervención en la Semana de Mayo, su voto del 22, su liderazgo de la Junta? Todo esto es el sello de la gloria, la historia de los éxitos a que somos tan afectos los argentinos de todas las épocas. Me parece resonar con cierto acento de escondida ternura la otra cara de la medalla, la segunda faz de la amarga suerte, que comenzando por casi cuatro años de destierro de Buenos Aires y de expatriación en Chile, proseguiría con su abominable traslado a la capital bajo rigurosa escolta para ser juzgado por delitos imaginarios.
La parábola no terminaría allí, pues aunque se le devolvieron el grado militar y los honores, algo así como una culpa -complejo, le llamarían los modernos buceadores de la psiquis histórica- siguió derramándose sobre su austera figura de patricio venido a menos. Una culpa colectiva que le retaceaba el reconocimiento público, como si el mecanismo del desagravio fuera vergonzante. Y esa culpa se expresó al concedérsele limosneramente diversas comisiones militares, cortadas cuando en 1822 se dispuso su retiro absoluto de las armas.
Cuatro años más tarde la guerra con el Brasil exacerbó su añejo amor por la patria, pidiendo que se aceptaran sus servicios, los que fueron rechazados en consideración a su edad. Con 67 años, el antiguo jefe de patricios, el presidente de la primera Junta de Gobierno, el iniciador histórico de la corriente moderada del proceso político argentino, era viejo para derramar esa misma sangre que en 1806 y 1807 había ofrecido contra el imperio más grande de la Tierra.
Sarcasmo de los hombres, glacial indiferencia de los compatriotas, todavía prolongada ciento noventa años después.
Sarcasmo de los hombres, glacial indiferencia de los compatriotas, todavía prolongada ciento noventa años después.
(Cfr. Tenemos Ejemplos. Difusión para docentes y alumnos. Prof. Lic. Luis Angel Maggi).
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