jueves, 4 de abril de 2019

Manuel Belgrano y Manuel Lacunza. - 04 - 04- 2019 -


MANUEL BELGRANO Y  MANUEL LACUNZA.-Martes 07 de Junnio del 2016.

(
.MANUEL BELGRANO, EL JESUITA MANUEL LACUNZA, LAS PROFECIAS SOBRE EL FIN DEL MUNDO Y LA TERCERA GUERRA MUNDIAL DEL PAPA FRANCISCO.

Por el escritor e historiador Javier Garin, autor de “MANUEL BELGRANO, RECUERDOS DEL ALTO PERÚ)
El 28 de diciembre de 1814, al embarcarse rumbo a Europa junto a Rivadavia para intentar negociar el reconocimiento de la Independencia por las potencias europeas, Manuel Belgrano llevaba entre sus pertenencias una que consideraba una joya inestimable, en una misión que él creía apenas un poco menos importante que su difícil tarea diplomática.
Se trataba de un manuscrito precioso que en los meses anteriores había recibido de manos de su amigo, Fray Isidoro Celestino Guerra, dominico que había sido Prior del Convento de Santo Domingo en Buenos Aires y luego provincial de su orden.
Fray Guerra entregó a Belgrano la copia manuscrita que poseía como uno de sus mayores tesoros -porque era la más exacta de todas las que circulaban por América- de uno de los libros teológicos más importantes de aquellos años, destinado a ejercer una poderosa influencia en todo el mundo: la obra del jesuita chileno Manuel Lacunza intitulada: “La venida del Mesías en Gloria y Majestad”.
Este libro había sido compuesto en 1790 en Imola, Italia, por el sacerdote chileno mientras vivió allí en cumplimiento de la orden de expulsión que pesaba sobre los miembros de la Compañía de Jesús en América. Sin embargo, Lacunza jamás lo dio a la imprenta. Los ejemplares de esta obra que circulaban profusamente, en forma semiclandestina, en Europa y en América, eran copias manuscritas o ediciones impresas a las apuradas con gran número de errores, y se pasaban de mano en mano entre susurros y mil recaudos por sus fervientes admiradores.
La obra de Lacunza, en secreto, se había convertido en objeto de culto, reverencia o abominación, porque contenía la develación de profundos misterios y profecías acerca de Cristo y el Fin del Mundo, de acuerdo a interpretaciones de los textos bíblicos que no coincidían enteramente con las doctrinas oficiales de la Iglesia Católica. De hecho, los custodios de la ortodoxia católica mandarían “recoger” este libro en 1819, por considerarlo peligroso, y en 1824 lo incorporarían al índice de libros heréticos, aunque inútilmente, pues dicha prohibición no hizo sino aumentar el deseo de los fanáticos y entusiastas lectores de contar con un ejemplar.
El Padre Manuel Lacunza, hombre de vida santa y virtuosa, que pasó sus últimos años recluido y reflexionando casi como un anacoreta, falleció en Italia en 1801, de manera misteriosa y repentina, mientras caminaba a orillas de un río que solía visitar para sus meditaciones, ilusionado con la posibilidad de regresar a su amada América, y sin tener consciencia del éxito secreto de su libro y de la influencia inusitada que luego alcanzaría en todo el mundo, hasta convertirse en uno de los mayores best sellers teológicos del siglo diecinueve, inspirador de las doctrinas milenaristas en el seno de la propia Iglesia y en las iglesias protestantes. La Iglesia Adventista recogería sus enseñanzas, y muchas de ellas pasarían con los años a formar parte del arsenal doctrinario de la Teología de la Liberación.
Manuel Belgrano, gran creyente, era un lector asiduo de Lacunza, cuya obra había conocido fragmentariamente ya en su juventud en España y procurado inútilmente obtener en un texto confiable. No era el único patriota admirador de Lacunza. Tambien el Dean Funes y el prebístero Juan Ignacio Gorriti, entre muchos otros, habían manifestado su aprecio por el jesuita chileno. Gorriti, quien bendijo la Bandera blegraniana en Jujuy el 25 de mayo de 1812, escribió muchos años después: “Aconsejo al joven eclesiástico que lea y haga un estudio formal de la obra del incomparable americano Lacunza, honra no solo de Chile que fué su patria, sino de todo nuestro continente: titulada “La Segunda Venida del Mesías en gloria y magestad”, por Juan Benjamín Aben Esra, impresas en Londres á expensas del general Don Manuel Belgrano”.
Poco antes de su viaje a Europa, Belgrano había comparado la copia manuscrita de su amigo Fray Isidoro Guerra con el ejemplar impreso que había donado en 1814 el Prebístero Bartolomé Doroteo Muñoz a la Biblioteca Pública de Buenos Aires, descubriendo que el ejemplar de la biblioteca poseía un texto incompleto y mutilado que distorsionaba las reflexiones e interpretaciones bíblicas de Lacunza. “La impresión hecha está tan llena de errores, y errores tan substanciales, que puede decirse sin exageración, habria sido (á pesar de lo mucho que lo era) menos sensible á los apasionados carecer por mucho tiempo de la obra, que tenerla al punto en una forma, que solo puede servir para denigrarla haciendola digna de una justa censura”, escribió con indignación el propio Belgrano. Fue entonces cuando el prócer, junto a Fray Guerra y un reducido grupo de “lacuncistas” tomaron la decisión de realizar una nueva edición completa y fidedigna de la obra. Belgrano lo explica en el prólogo a la edición que él mismo llevó a cabo: “He aquí que inesperadamente me veo en la necesidad de pasar á la corte de Londres. Desde el punto que resolví mi viage á este destino resolví también hacer á mis compatriotas el servício de imprimir, y publicar una obra que aun quando no hubiese otras, sobraria para acreditar la superioridad de los talentos Americanos.” El movedizo Fray Cayetano Rodríguez, cura patriota, publicista y futuro congresal del Tucuman, miembro del “lacuncismo” rioplatense, comenta en una carta al prebísero Molina: “Belgrano ha caminado a Londres; lleva consigo la obra del milenario del P. Guerra para hacerla imprimir. Este es tiro hecho”.
Pero el orgullo y el nacionalismo americanista de Belgrano, procurando demostrar que América había sido cuna de uno de los más admirados teólogos del momento, no fue, obviamente, su única inspiración. No cabe duda de que Belgrano deseaba asegurar la difusión en toda América del pensamiento de Lacunza, vinculándolo de algún modo con los destinos de esa tierra por cuya emancipación luchaba.
De su propio peculio, como le era habitual, y con el desinterés absoluto que lo caracterizaba, Belgrano mandó imprimir en Londres en el año 1816, por la imprenta de Charles Woods, antes de regresar al país y participar del Congreso de Tucumán como promotor de la Independencia, una esmerada y costosa edición de 1500 ejemplares en cuatro volúmenes totalizando 1.937 páginas, “en carácter, y papel correspondiente al mérito de la obra; y teniendo todo el posible cuidado, para que salga, sinó absolutamente perfecta (lo que casi no es de esperar en pais donde la lengua Castellana es extranjera), al menos sin defecto substancial”, según el mismo escribió en el prólogo, al cual, en su modestia habitual, ni siquiera firmó con su nombre.
Los eruditos sostienen que esta edición de Belgrano, que sirvió de base a muchas ediciones posteriores en varios idiomas, fue una de las mejores, más completas y fidedignas.
No sabemos a ciencia cierta qué motivaba el especial interés de Belgrano en realizar una aportación tan importante como editor a la difusión de una obra teológica. Sólo podemos deducirlo. De su prólogo se desprende la intención nacionalista de demostrar a los europeos la capacidad de los americanos a través de la obra de un insigne teólogo. Tambien hemos de suponer que la sincera fe religiosa de Belgrano encontraba en Lacunza una inspiración que deseaba propagar con su inclaudicable vocación de educador. Pero nos atrevemos a creer que tambien sedujo profundamente a Belgrano un aspecto de la obra de Lacunza que fue clave en el éxito de la misma: su interpretación del Fin del Mundo y su hermenéutica bíblica en la cual basaba la profecía de una Segunda Venida del Mesías.
No analizaremos ni reseñaremos aquí el pensamiento de Lacunza, que es complejo y por momentos extraño. Pero hay algunos conceptos que, por su significación política, no pudieron escapar a la fina percepción de Belgrano, y que de hecho emparentan a aquel jesuita chileno, hoy casi olvidado, con otro jesuita americano de relevancia en el mundo presente: el Papa Francisco.
Lacunza concebía su interpretación escatológica, basada en el Apocalipsis de San Juan y en otros textos bíblicos, como una lucha de culturas y valores enfrentados. Para Lacunza, el Anticristo no era un individuo. Era un sistema social y cultural cuya esencia consistía en la negación y destrucción de los valores predicados por Jesús. Lacunza preveía grandes aflicciones y calamidades como fruto del abandono por los hombres de los valores cristianos y el imperio de los antivalores del sistema social llamado “Anticristo”. ¿Acaso no podemos pensar, con valederos argumentos, que el Anticristo no es otra cosa que un nombre del capitalismo?
Es curioso observar cómo los escritos de un jesuita chileno exiliado en Italia encuentran nuevos ecos en las enseñanzas de otro jesuita, esta vez argentino, que ocupa el sitial de San Pedro, y que desde allí nos alerta acerca de los peligros de una civilización edificada en el lucro, el desprecio hacia el otro y hacia la propia Tierra y otros antivalores, y del desarrollo de una silenciosa Tercera Guerra Mundial que amenaza a la Humanidad y al planeta con su total destrucción.
¿Qué lazo secreto, misterioso, une a Lacunza, a Belgrano y al Papa Francisco, tres notables espíritus religiosos sudamericanos, a través de cuatro siglos?

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