sábado, 27 de agosto de 2022

El fusilamiento de Liniers y sus acompañantes. -27 - 08 - 2022.-

LOS FUSILAMIENTOS DE 181O.En Cabeza de Tigre. Santiago de Liniers, ex Virrey y héroe de la Reconquista. El 26 de agosto de 1810 corrió en Córdoba la primera sangre de la Revolución de Mayo, la que no había corrido en Buenos Aires, donde todo había sido un evento palaciego que, el 25 de mayo de aquel año, culminó con el reemplazo del virrey Baltasar Hidalgo de Cisneros por una junta designada por el Cabildo metropolitano. Tres meses más tarde, fueron fusilados Santiago de Liniers y las principales autoridades cordobesas que habían resuelto no acatar al nuevo gobierno y guardar fidelidad a la corona española. En Córdoba, el partido españolista era fuerte y muy apegado a la tradición colonial que subsistía desde 1573. La elite que manejaba el poder estaba integrada por el gobernador Juan Gutiérrez de la Concha, el exgobernador Victorino Rodríguez, el obispo Rodrigo Antonio de Orellana y el jefe militar de la plaza Santiago de Allende, entre otros connotados vecinos. Por esos días, Santiago de Liniers, exvirrey y héroe de la Reconquista, residía con sus hijos en la antigua estancia jesuítica de Alta Gracia, que había adquirido un año antes. Cuando la noticia de la revolución porteña llegó a Córdoba, traída por el joven Melchor Lavín a galope tendido, los nombrados se reunieron de apuro y esa misma noche decidieron desconocer al nuevo gobierno y mantener el vínculo de lealtad hacia Fernando VII, pese a que el soberano estaba impedido de reinar tras haber sido destituido por Napoleón Bonaparte. En España sólo quedaba en pie un diminuto Consejo de Regencia, en Cádiz. El deán de la Catedral, Gregorio Funes, quien lideraba junto a su hermano Ambrosio el llamado partido funista, estuvo presente en el cónclave, pero disintió con lo resuelto porque compartía los lineamientos revolucionarios. Tan pronto la novedad del desacato cordobés llegó a Buenos Aires, la Junta decidió actuar con el máximo rigor y despachó una expedición militar a las órdenes de Francisco Ortiz de Ocampo, con directivas expresas de sofocar la rebelión, apresar a sus cabecillas y fusilarlos. En las instrucciones reservadas impartidas por la Junta quedaron asentadas las razones que se tuvieron para actuar con semejante dureza: “Este escarmiento debe ser la base de la estabilidad del nuevo sistema y una lección para los jefes del Perú, que se avanzan a mil excesos por la esperanza de la impunidad, y es al mismo tiempo la prueba fundamental de la energía con que llena esa expedición los importantes objetos a que se destina”. Ortiz de campo no tuvo mayores problemas para sofocar el foco insurgente; Liniers enfiló hacia el Alto Perú en medio de deserciones y fue apresado en Las Piedritas, en el norte cordobés. Sin embargo, prevenido por el deán Funes acerca de la reacción que podría desatarse en la Docta atento a la investidura de los cautivos, en lugar de pasarlos por las armas, los envió a Buenos Aires. Cuando Mariano Moreno, el secretario de la Junta, se enteró de que estaban en camino a la metrópoli, envió al vocal Juan José Castelli a interceptar la caravana y ejecutar la orden desobedecida “allí donde los encontrase”, algo que resultaría complicado de concretar si llegaban a destino, dada la popularidad de Liniers. La Junta temía que el ejemplo cordobés cundiese en otras jurisdicciones del extenso virreinato del Río de la Plata, igualmente esquivas a la revolución, y todo se viniera abajo. El encuentro se produjo en Cabeza de Tigre, una posta del antiguo Camino Real en el límite interprovincial. En el Monte de los Papagayos, un paraje vecino, cinco prisioneros —salvo el obispo Orellana, dada su condición eclesiástica— fueron arcabuceados por un pelotón. Domingo French disparó el tiro de gracia a Liniers, mientras Castelli verificaba que nadie hubiera quedado con vida. Los cuerpos quedaron tendidos en el monte, a merced de las aves carroñeras. Cuando la expedición siguió camino a la capital cordobesa, algunos pobladores de la zona los enterraron en una fosa común. Cuenta la tradición que se colocó una cruz de madera sobre la que alguien talló la palabra CLAMOR, un acróstico compuesto con la primera letra del apellido de las cinco víctimas, más el del obispo que salvó su cabeza: Concha, Liniers, Allende, Moreno, Orellana y Rodríguez. Aquella precaria cruz sirvió para que, medio siglo después, los restos fueran ubicados, exhumados y repatriados a España. Con la díscola Córdoba puesta en caja, ese primer ejército de línea siguió viaje al Alto Perú, la actual Bolivia, donde en Potosí se replicaron las ejecuciones de altos dignatarios, siguiendo el libreto jacobino del Plan Revolucionario de Operaciones, cuya autoría se adjudica a Moreno. Los cordobeses, entretanto, superada la conmoción inicial, abrazaron sin reparos la causa independentista, pero aquel Clamor temprano marcó a fuego la primera hora patria en la provincia mediterránea.

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