miércoles, 1 de abril de 2020

José Celedonio Balbín. Amigo de Manuel Belgrano. -06-04-2020.

José Celedonio Balbín
Mi amigo Belgrano
Observaciones y rectificaciones históricas a la obr
a
Memorias póstumas
del general don José María Paz.
Prólogo del libro
Mi vida
, de Manuel Belgrano, Editorial Del Nuevo
Extremo, Buenos Aires, 2010.
Señor coronel don Bartolomé Mitre.
Hace pocos días que por primera vez he leído las me
morias póstumas
del general don José María Paz, las que sin duda pa
sarán a la historia,
y como ésta debe ser fiel y verídica, me he contraí
do a hacer algunas
pequeñas observaciones sobre inexactitudes que veo
en ellas, y sobre
otras que ha pasado por alto; habiendo sido yo test
igo ocular de algu-
nos hechos. Cuando entrego a usted estos apuntes no
es para que los
publique íntegros, sino para que saque de ellos alg
o que encuentre
para la historia, pues deseo que no aparezca mi nom
bre en letra de
molde.
En la nota de la página 55 tomo 1º dice Paz: "Cuand
o Belgrano volvió
al ejército el año 16 después de su viaje a Londres
había variado; vino
decidido por la forma monárquica en la familia de l
os incas, sus mane-
ras eran algo aristocráticas, y vestía como un eleg
ante de París o Lon-
dres".
En la página 9, tomo seguido, dice: "El general Bel
grano era un hom-
bre generalmente respetado por sus virtudes y sus m
éritos; mas su
excesiva severidad lo hacía hasta cierto punto impo
pular. Su viaje a
Inglaterra había producido un tal cambio en sus gus
tos, en sus mane-
ras, y aun en sus vestidos, que hacía de los usos e
uropeos demasiada
ostentación, hasta el punto de chocar las costumbre
s nacionales." (No-
ta de esta misma página). "En los años de 1812,13 y
14, el general
Belgrano vestía del modo más sencillo, hasta la mon
tura de su caballo
tocaba en mezquindad. Cuando volvió de Europa en 18
16 era todo lo
contrario, pues aunque vestía sin relumbres, de que
no gustaba gene-
ralmente, era con un esmero no menor del que pone e
n su tocador el
elegante más refinado, sin descuidar la perfumería.
Con sus opiniones
políticas habían variado sus gustos porque de repub
licano acérrimo
que era al principio, se volvió monarquista claro y
decidido".
Me hallaba yo en Tucumán con un gran negocio a mi c
argo que había
llevado para el Alto Perú, cuando llegó el general
Belgrano a tomar
por segunda vez el mando del ejército, creí de mi d
eber hacerle una
visita, la que no repetí mientras estuvo a la cabez
a de él; es verdad que
muy a menudo lo veía por llamado que me hacía para
asuntos referen-
tes al ejército; muy pronto me dispensó su amistad
llamándome siem-
pre mi amigo B... aunque había entre ambos una gran
diferencia en
edad y posición; con este motivo puedo hablar con p
ropiedad de este
señor general.
No es cierto lo que dice Paz que vino decidido por
la forma monárqui-
ca en la familia de los incas. Sí es verdad que pro
palaba con empeño
esto, porque tenía en vista un objeto político de m
uy grande importan-
cia. Él creía que llegando esta noticia al Alto Per
ú se haría allí una
gran revolución contra los españoles, pues no hay q
uien ignore que los
indígenas han soñado siempre, sueñan y soñarán con
el inca mientras
dure el mundo, tradición que va pasando de abuelos
a nietos. En prue-
ba de lo que acabo de exponer contaré el hecho sigu
iente. Un día vino
a mi casa un ayudante a llamarme de parte del gener
al, pasé a verlo
inmediatamente y después de hablar con él largo rat
o sobre un cajón
de sables para oficiales que tenía yo en venta, me
dice el general, ami-
go B... ya que hemos concluido el objeto a que lo l
lamé, voy a contar-
le un suceso de ayer para que se ría un poco. Ha ve
nido a verme el
diputado de Santiago, doctor don Pedro Francisco Ur
iarte, para que yo
haga uso de mi influjo a fin de que en todas las pr
ovincias, incluso
Buenos Aires, se establezcan escuelas de quichua, p
ara que, con el
tiempo sea el idioma nacional, puesto que tengo el
proyecto de coro-
nar al inca; cuando esto me relataba reía mucho y c
oncluyó diciendo
¡qué clérigo tan inocente!, ¡qué cándido!
No es cierto tampoco que fuese severo, eso sí muy r
ecto en todos sus
actos, así es que para demostrarlo voy a mencionar
los dos hechos
siguientes.
Al poco tiempo de haber tomado el mando el general,
se desertaron
armados veinte y tantos soldados, entre ellos un sa
rgento y tres o cua-
tro cabos, se formaron en partida de caballería y e
mpezaron a hacer
depredaciones de todo género en los suburbios de la
ciudad, el general
mandó fuerza a perseguirlos, se encontraron y pelea
ron hasta morir
dos o tres de los desertores; se tomaron diez a los
que les formaron
consejo de guerra, el que los sentenció a muerte, a
l día siguiente fue-
ron puestos en capilla en la casa de Cabildo, el ge
neral esa noche se
empeñó secretamente con varios diputados para que a
l día siguiente se
reuniese el Congreso y los indultase; cuando amanec
ió aparecieron en
la plaza diez banquillos, a las nueve se formó el e
jército y empezaron
a salir los sentenciados, ya estaban amarrados ocho
de ellos, cuando
aparecen en la plaza cuatro diputados gritando, per
dón, perdón a nom-
bre del Congreso (uno de ellos era fray Cayetano Ro
dríguez) en el
momento los ponen en libertad y los mandan a sus re
spectivos cuer-
pos; un sargento de ellos enloqueció, y pocos días
después volvieron a
desertar algunos de los mismos indultados.
Daba yo mi mesa diariamente a un capitán del N° 10
hijo de Montevi-
deo que se me había vendido por amigo; una noche se
aparece en mi
casa después de las once, me pide pasar la noche en
ella por haberse
cerrado ya la puerta de la calle donde él vivía, lo
admití, y se levantó a
medianoche cuando yo dormía, me roba 334 pesos fuer
tes que tenía en
una bolsa; a los tres días se lo conté al general,
me pidió su nombre,
no quise dárselo; entonces me suplicó, me rogó por
que se lo diera,
diciéndome quería hacer un ejemplar deshonrándolo a
l frente del ejér-
cito; como no pudo conseguir lo que él deseaba se v
alió del general
Cruz, quien al día siguiente vino a verme, al que l
e contesté, no quiero
perder a un miserable por tan corta cantidad. Como
este capitán tenía
alguna instrucción, el general puso a su cargo en u
na casa todos los
cadetes de los cuerpos, para que les enseñase matem
áticas, como esta
ciencia abraza varias ramas, el capitán agregó el d
e la sodomía; un
cadete de apellido Vida se quejó al general, éste d
espidió al capitán
del ejército con indignación; otro general le hubie
ra mandado formar
causa y lo habría fusilado.
No es cierto que de los usos europeos hiciese demas
iada ostentación
hasta el grado de chocar las costumbres nacionales
(como lo dice Paz)
como no es cierto que se presentase en público con
lujo ni con el es-
mero de un elegante refinado. Se presentaba aseado
como lo había
conocido yo siempre con una levita de paño azul con
alamares de seda
negra que se usaba entonces, su espada y gorra mili
tar de paño. Su
caballo no tenía más lujo que un gran mandil de pañ
o azul sin galón
alguno, que cubría la silla, y que estaba ya cansad
o de verlo usar en
Buenos Aires a todos los jefes de caballería. Todo
el lujo que llevó al
ejército fue una volanta inglesa de dos ruedas que
él manejaba con un
caballo y en la que paseaba algunas mañanas acompañ
ado de su se-
gundo el general Cruz; esto llamaba la atención por
que era la primera
vez que se veía en Tucumán. En los días clásicos qu
e vestía uniforme
se presentaba con un sombrero ribeteado con un rico
galón de oro que
le había regalado (el hoy general) don Tomás Iriart
e cuando se pasó
del ejército enemigo. La casa que habitaba y que el
general mandó
edificar en la ciudadela era de techo de paja, sus
muebles se reducían a
doce sillas de paja ordinaria, dos bancos de madera
, una mesa ordina-
ria, un catre pequeño de campaña con delgado colchó
n que siempre
estaba doblado; y la prueba que su equipaje era muy
modesto fue que
al año de haber llegado me hizo presente se hallaba
sin camisas, y me
pidió le hiciese traer de Buenos Aires dos piezas i
rlanda de hilo, lo
que efectué. Se hallaba siempre en la mayor escasez
, así es que mu-
chas veces me mandó pedir cien o doscientos pesos p
ara comer. Lo he
visto tres o cuatro veces en diferentes épocas con
las botas remenda-
das, y no se parecía en esto a un elegante de París
o Londres. El ejérci-
to que mandaba aunque estaba regularmente vestido e
ra mal pagado,
pues cada mes o dos meses recibía el soldado un pes
o o doce reales a
buena cuenta y los jefes y oficiales en proporción
pues el gobierno
nacional estaba contraído sólo a la formación del e
jército del señor
San Martín que debía escalar los Andes, y poco auxi
liaba al del Perú,
a pesar de esto, el ejército estaba bajo una discip
lina severa, y todas
las tardes tenía ejercicio general, al que iba much
as veces sin haber
comido, pues como el general no tenía dinero para p
agar la carne,
costaba mucho el conseguirla, así es que para remed
iar algo estas mi-
serias ordenó el general que cada regimiento formas
e una chacra y
sembrase su verdura. Como los soldados pasaban algu
nas veces hasta
día y medio sin comer carne, he visto en los ejerci
cios diarios con un
sol quemante como el de Tucumán caerse algunos sold
ados de debili-
dad, hasta el grado de mandar al hospital de sesent
a a ochenta en me-
nos de ocho días. He presenciado dos tardes que los
soldados no habí-
an comido, se hallaban cansados y sofocados por el
sol, y habiendo
visto el general pasar a una gran distancia unas ca
rretas con sandías,
mandó un ayudante a hacerlas venir, ordenó formar p
abellones, y se
las hizo repartir a toda la tropa dando orden para
que el comisario
pagase a los dueños.
Luego que el ejército de los Andes se puso en campa
ña, el gobierno
señaló al del Perú veinte mil pesos mensuales, el g
eneral me comisio-
nó (a pesar de mi repugnancia) para que le proporci
onase cada mes la
indicada cantidad; cuyo encargo me trajo algunos di
sgustos y una
fuerte y desagradable disputa con el general, por l
o que estuve un mes
sin verlo ni hablarlo; llegó el deseado correo de B
uenos Aires el gene-
ral me llamó, me dio una completa satisfacción dici
éndome que yo
había tenido razón, que olvidase yo lo que había pa
sado; pues había
sido engañado por el ministro de hacienda doctor do
n Agustín Gas-
cón.
En la página 288, tomo 1º, dice Paz. "El Congreso:
continuaba en
sesiones, habiendo el 9 de julio de 1816 declarado
nuestra indepen-
dencia de la España y de la corona de Castilla, per
o había en su seno
un germen de discordia que transpiraba por todas pa
rtes. Los diputa-
dos de Buenos Aires seguidos de la mayor parte de l
os de las provin-
cias dominaban el Congreso, y la oposición que les
hacían los de Cór-
doba procurando inútilmente contrastar la supremací
a e influencia de
la capital. Era en ese tiempo que Artigas, el céleb
re Artigas hacía una
guerra a muerte al gobierno general, que si tenía v
icios y defectos
representaba al menos los principios civilizadores,
mientras que aquél
se apoyaba en el bandidaje y la barbarie. Sin embar
go no faltaron
hombres de buena fe y hasta de mérito que lo apoyas
en, porque lo
creían un instrumento útil para las reformas que er
an necesarias. Sin
duda se engañaban como después lo han conocido y lo
han confesado.
En esto como sucede generalmente en todas las disco
rdias civiles,
difícil sería hallar la justicia exclusivamente en
uno de los partidos,
por lo común ambos pasan los límites que marcan la
equidad y la con-
veniencia pública. No me detendré más en esto sino
para decir que los
diputados de Córdoba fueron completamente vencidos,
y que cuando
el Congreso en fines del mismo año resolvió traslad
arse a Buenos
Aires, ellos se quedaron en su provincia separándos
e de sus destinos,
excepto el doctor Salguero de Cabrera".
Haré sobre esto varias observaciones. Desde el año
15 el gobernador
de Córdoba don José Díaz, y la mayor parte de sus h
abitantes estaban
en relaciones íntimas con el vándalo caudillo Artig
as y hostilizaban de
varios modos al gobierno general. Este mismo año or
denó el gobierno
que marchasen para el Perú a reforzar el ejército,
los regimientos N° 2
que mandaba el coronel don Juan Bautista Bustos y N
° 3 que mandaba
el coronel don Domingo French; como este coronel er
a más antiguo
tomó el mando de la división, y al llegar a la prov
incia de Córdoba fue
intimado French por el gobernador Díaz de no pasar
por aquella pro-
vincia; como no tenían otro camino no hizo caso y s
iguió su marcha.
Luego que la división salió del territorio de Córdo
ba, expidió un de-
creto el gobernador que, palabras más o menos, decí
a lo siguiente:
"Téngase por no pasada por la provincia de Córdoba
la división que
manda el coronel don Domingo French". Esto me lo co
ntaron en Tu-
cumán ambos coroneles Bustos y French.
Nada tenía de extraño que los diputados de las prov
incias se adhirie-
sen a los de Buenos Aires separándose de los de Cór
doba, pues pare-
cía que éstos no llevaban por objeto trabajar en bi
en del país, sino
esparcir doctrinas de Artigas, odios y prevenciones
a Buenos Aires y
con más encono a sus hijos, a tal grado que el dipu
tado de Córdoba
Cabrera de Cabrera [Salguero de Cabrera y Cabrera]
cuando iba de
visita a una casa se sentaba al lado de una señora
o señorita y luego
levantábase precipitadamente diciendo pus... está u
sted oliendo a por-
teño. Como esto lo repitió en varias casas, y lo co
ntaban las señoras a
sus visitas, no hubo uno que no lo supiese, de cuya
s resultas le hicie-
ron unos versos bastante sucios, los que andaban en
todos los estrados,
y conservo íntegros en mi memoria. Llegaba a tal gr
ado la hostilidad
de Córdoba al gobierno nacional, que el año 16 lleg
ó a Tucumán el
teniente don Cayetano Grimau conduciendo un pliego
para el Congre-
so, a su vuelta con la contestación encontró en la
provincia de Córdo-
ba al canónigo Corro y don Juan Pablo Bulnes que ve
nían de una en-
trevista con Artigas, y estos señores mandaron una
partida armada
para que le quitase el pliego que llevaba, lo que e
fectuaron.
En la página 195, tomo 1º, dice el señor Paz que en
el Tejar el que fue
más feliz, fue el capitán entonces (y después gener
al) don Mariano
Necochea, que saltando en su caballo y atravesando
casi por entre los
enemigos logró escapar para traer la noticia del fr
acaso.
Es extraño que un militar como el señor Paz mirase
con indiferencia y
no hiciese mención de un hecho de armas que quizá n
o ha habido otro
igual en la guerra de la Independencia. Es el caso
que Necochea, que
se había guarecido en un corral de palos con veinti
cinco granaderos a
caballo que mandaba, se resistió largo rato contra
más de trescientos
enemigos que lo tenían cercado, había perdido ya al
gunos soldados, y
prefirió morir a rendirse prisionero. Monta en un c
aballo en pelo con
la espada en la mano, párase en la puerta del corra
l sufriendo un
horroroso fuego, observa la línea enemiga y carga é
l solo donde estaba
la caballería, al ver venir al héroe todos se prepa
ran y se adelanta un
valiente soldado español a recibirlo, le divide la
cabeza de un fuerte
tajo, entonces todos le abren campo, se escapa golp
eándose la boca y
es perseguido por más de dos leguas. Hablando Necoc
hea conmigo
sobre ese suceso, me dijo que nunca había dado un t
ajo igual a aquél,
pues le había dividido la cabeza hasta el pescuezo.
En la página 6,
tomo segundo, dice Paz: "La efervescencia era cada
día más violenta
en todos los ángulos de la república, y era imposib
le precaver de su
acción a los ejércitos. Donde primero se manifestó
fue en el mismo
Tucumán donde había quedado una fracción del ejérci
to a las órdenes
del comandante o coronel don Domingo Arévalo. Tanto
él como el
gobernador de la provincia coronel Motta fueron dep
uestos, siendo en
seguida elegido popularmente el coronel de milicias
don Bernabé
Aráoz; que después fue tan célebre por la guerra in
testina que sostuvo,
y por su trágico fin".
Como estaba yo presente cuando estalló en Tucumán l
a indicada revo-
lución, y el general la pasa muy de prisa, haré var
ias observaciones y
detalles. Cuando el general Belgrano marchó con el
ejército para la
provincia de Santa Fe, dejó en Tucumán una guarnici
ón de piquetes de
todos los cuerpos que ascendían a seiscientos hombr
es al mando del
teniente coronel don Domingo Arévalo; pocos meses d
espués volvió a
Tucumán el general Belgrano gravemente enfermo, y a
l mes o dos
meses de estar allí, una noche a las once estalla u
na revolución en la
guarnición encabezada por el capitán del N° 9 don A
braham Gonzá-
lez, prenden a Arévalo y otros jefes, y se dirigen
a la casa del general
Belgrano a ponerle una barra de grillos. Su médico
y amigo el doctor
Redhead se opone fuertemente a este atentado, les h
ace presente el
delito que van a cometer con su general que se hall
a postrado en cama,
ello es que después de muchas observaciones y súpli
cas desistieron,
dejando al general con centinela de vista hasta el
día siguiente, que fue
cuando yo supe este suceso escandaloso, esa misma m
añana bien tem-
prano quitaron al legítimo gobernador Motta, y pusi
eron en su lugar a
don Bernabé Aráoz, así es que no hubo tal elección
popular como lo
asegura el señor Paz. Los revolucionarios tenían mi
edo que el general
Cruz que estaba a la cabeza del ejército situado en
Arequito, y para
justificar este movimiento hicieron un manifiesto (
que no vi) para
mandarle al general Cruz y ninguno se atrevía a ir,
entonces don Fer-
nando Oyuela teniente del N° 10 con el descaro e im
pavidez que le era
característico se ofreció a llevarlo, luego que lle
gó al ejército el gene-
ral Cruz mandóle poner una barra de grillos.
El revolucionario Abraham González era nacido en un
pueblo de
campaña de la Banda Oriental (creo que en Soriano),
hombre vulgar
sin educación alguna, gran charlatán, ambicioso, co
rrompido y de
malas costumbres: después de poco tiempo de haber h
echo la revolu-
ción se hizo nombrar coronel por don Aráoz, ya esto
no lo satisfacía,
quitó al gobernador y se puso él en su lugar, persi
guiendo a su bien-
hechor.
De resultas de la revolución se vio abandonado de t
odos el general
Belgrano, nadie lo visitaba, todos se retraían de h
acerlo; entonces
empecé a visitarlo todas las tardes, y cuando su en
fermedad se lo per-
mitía salíamos juntos a pasear a caballo, esto me a
traía la animadver-
sión de los revolucionarios, lo que me importaba mu
y poco, porque
cumplía con un deber de amistad. Como quince días d
espués de la
revolución, una tarde me dice el general, me hallo
sumamente pobre,
se han agregado a mi casa varios jefes fieles y ho
nrados y no tengo
cómo mantenerlos; ayer he escrito al gobernador Ará
oz pidiéndole
algún auxilio de dinero, y me lo ha negado; le hice
presente al general
que había hecho mal en dirigirse al gobernador esta
ndo yo que podía
darle lo que necesitase, al día siguiente le mandé
dos mil pesos con su
mismo criado. Como un mes y medio o dos meses de es
to me llama el
gobernador Aráoz y me dice, voy a mostrar a usted
una carta que
acabo de recibir de su amigo don Juan Bautista Bust
os, la puso en mi
mano y leí entre varias advertencias que le hacía,
una de ellas era: Esté
usted a la mira de las operaciones del porteño B...
que tiene mucha
amistad con el general Belgrano; indignado yo de es
to, le dije al go-
bernador, el general Bustos es un falso amigo, un v
il canalla, pues
quiere hacerme perseguir, y hostilizar al general B
elgrano postrado en
cama, el gobernador me contestó vaya usted con segu
ridad a su casa
que yo no lo he de incomodar. Debo advertir que ant
es de la revolu-
ción tuvo Bustos una amistad íntima conmigo, almorz
aba en mi casa
todos los días, y por las tardes me buscaba a cabal
lo para pasear jun-
tos, era tan íntima nuestra amistad que llamaba la
atención de todos, y
un día el general Belgrano me dijo, lo ven a usted
en estrecha amistad
con Bustos, ya le dará el pago el cordobés, me sonr
eí al oír esto, y
guardé reserva; el general como hombre de talento y
de mundo cono-
cía a Bustos mejor que yo, que era bastante joven.
Como un mes des-
pués una tarde en que paseábamos a caballo, me dice
el general, ami-
go B... yo quería a Tucumán como a mi propio país,
pero han sido tan
ingratos conmigo, que he determinado irme a Buenos
Aires pues mi
enfermedad se agrava cada día, le aprobé su pensami
ento indicándole
no debía perder tiempo. A los tres o cuatro días lo
encontré triste y
abatido, pregúntele lo que tenía y me contestó muy
afligido, amigo ya
no puedo ir a morir a mi país, pues no tengo recurs
o alguno para mo-
verme de aquí, ayer he escrito al gobernador pidién
dole algún dinero y
caballos para mi carruaje, y me ha negado todo; le
contesté, habiendo
plata hay caballos, y cuánto se necesita, y me preg
unta ¿de dónde la
saco? ¿Pues que se ha olvidado usted que tiene un a
migo? Sí, lo sé,
me contestó, pero lo he molestado a usted tantas ve
ces que no quiero
serle más gravoso; señor general a mí no me molesta
usted nunca, y en
prueba de ello, dentro de dos días le mandaré a ust
ed dos mil quinien-
tos pesos, haga usted desde hoy los preparativos pa
ra su viaje; le man-
dé lo ofrecido y se empeñó en que yo lo acompañara,
ofreciéndome un
asiento en su coche, me fue imposible complacerlo,
porque algunos
negocios que tenía pendientes me obligaban a demora
rme dos meses
más. A los ocho días se puso en marcha el general a
compañado del
doctor Redhead y su capellán el padre Villegas, con
dos ayudantes los
sargentos mayores don Gerónimo Helguera y don Emili
o Salvigni;
cuando llegaban a una posta lo bajaban cargado y lo
conducían a la
cama, en el camino, sufrió varios desaires, y en el
territorio de Córdo-
ba llegó al anochecer a una posta, luego que lo col
ocaron en la cama,
le dice a su ayudante Helguera, llame usted al maes
tro de posta que
quiero prevenirle de lo que necesito para mañana, e
l ayudante fue con
el recado, y el maestro de posta con la mayor altan
ería le contesta,
dígale usted al general Belgrano que si quiere habl
ar conmigo que
venga a mi cuarto que hay igual distancia, el ayuda
nte salió indignado
y no quiso dar al general la desvergonzada contesta
ción por no disgus-
tarlo, diciéndole estaba indispuesto por cuyo motiv
o no podía ir a su
llamado; todo esto me lo contó en Buenos Aires el m
ismo ayudante
Helguera.
No recuerdo cuánto tiempo después de la salida del
general me puse
en viaje para Buenos Aires, llegué a Córdoba el lun
es santo de 1820,
el jueves cuando me levanto de la cama me hallo con
la noticia de
haberse descubierto una revolución en el ejército e
ncabezada por los
sargentos, y que todos ellos estaban presos. El sáb
ado santo a las cinco
de la tarde vi fusilar dieciocho de estos valientes
, los más de ellos no
bajaban de veinte acciones de guerra. El ejército e
staba formado para
la ejecución, y lo mandaban el coronel don Alejandr
o Heredia y te-
niente coronel don José María Paz. Se habló de dive
rsos modos sobre
el objeto de esta revolución, algunos aseguraban qu
e era el marchar
José Celedonio Balbín
Mi amigo Belgrano
Observaciones y rectificaciones históricas a la obr
a
Memorias póstumas
del general don José María Paz.
Prólogo del libro
Mi vida
, de Manuel Belgrano, Editorial Del Nuevo
Extremo, Buenos Aires, 2010.
Señor coronel don Bartolomé Mitre.
Hace pocos días que por primera vez he leído las me
morias póstumas
del general don José María Paz, las que sin duda pa
sarán a la historia,
y como ésta debe ser fiel y verídica, me he contraí
do a hacer algunas
pequeñas observaciones sobre inexactitudes que veo
en ellas, y sobre
otras que ha pasado por alto; habiendo sido yo test
igo ocular de algu-
nos hechos. Cuando entrego a usted estos apuntes no
es para que los
publique íntegros, sino para que saque de ellos alg
o que encuentre
para la historia, pues deseo que no aparezca mi nom
bre en letra de
molde.
En la nota de la página 55 tomo 1º dice Paz: "Cuand
o Belgrano volvió
al ejército el año 16 después de su viaje a Londres
había variado; vino
decidido por la forma monárquica en la familia de l
os incas, sus mane-
ras eran algo aristocráticas, y vestía como un eleg
ante de París o Lon-
dres".
En la página 9, tomo seguido, dice: "El general Bel
grano era un hom-
bre generalmente respetado por sus virtudes y sus m
éritos; mas su
excesiva severidad lo hacía hasta cierto punto impo
pular. Su viaje a
Inglaterra había producido un tal cambio en sus gus
tos, en sus mane-
ras, y aun en sus vestidos, que hacía de los usos e
uropeos demasiada
ostentación, hasta el punto de chocar las costumbre
s nacionales." (No-
ta de esta misma página). "En los años de 1812,13 y
14, el general
Belgrano vestía del modo más sencillo, hasta la mon
tura de su caballo
tocaba en mezquindad. Cuando volvió de Europa en 18
16 era todo lo
contrario, pues aunque vestía sin relumbres, de que
no gustaba gene-
ralmente, era con un esmero no menor del que pone e
n su tocador el
elegante más refinado, sin descuidar la perfumería.
Con sus opiniones
políticas habían variado sus gustos porque de repub
licano acérrimo
que era al principio, se volvió monarquista claro y
decidido".
Me hallaba yo en Tucumán con un gran negocio a mi c
argo que había
llevado para el Alto Perú, cuando llegó el general
Belgrano a tomar
por segunda vez el mando del ejército, creí de mi d
eber hacerle una
visita, la que no repetí mientras estuvo a la cabez
a de él; es verdad que
muy a menudo lo veía por llamado que me hacía para
asuntos referen-
tes al ejército; muy pronto me dispensó su amistad
llamándome siem-
pre mi amigo B... aunque había entre ambos una gran
diferencia en
edad y posición; con este motivo puedo hablar con p
ropiedad de este
señor general.
No es cierto lo que dice Paz que vino decidido por
la forma monárqui-
ca en la familia de los incas. Sí es verdad que pro
palaba con empeño
esto, porque tenía en vista un objeto político de m
uy grande importan-
cia. Él creía que llegando esta noticia al Alto Per
ú se haría allí una
gran revolución contra los españoles, pues no hay q
uien ignore que los
indígenas han soñado siempre, sueñan y soñarán con
el inca mientras
dure el mundo, tradición que va pasando de abuelos
a nietos. En prue-
ba de lo que acabo de exponer contaré el hecho sigu
iente. Un día vino
a mi casa un ayudante a llamarme de parte del gener
al, pasé a verlo
inmediatamente y después de hablar con él largo rat
o sobre un cajón
de sables para oficiales que tenía yo en venta, me
dice el general, ami-
go B... ya que hemos concluido el objeto a que lo l
lamé, voy a contar-
le un suceso de ayer para que se ría un poco. Ha ve
nido a verme el
diputado de Santiago, doctor don Pedro Francisco Ur
iarte, para que yo
haga uso de mi influjo a fin de que en todas las pr
ovincias, incluso
Buenos Aires, se establezcan escuelas de quichua, p
ara que, con el
tiempo sea el idioma nacional, puesto que tengo el
proyecto de coro-
nar al inca; cuando esto me relataba reía mucho y c
oncluyó diciendo
¡qué clérigo tan inocente!, ¡qué cándido!
No es cierto tampoco que fuese severo, eso sí muy r
ecto en todos sus
actos, así es que para demostrarlo voy a mencionar
los dos hechos
siguientes.
Al poco tiempo de haber tomado el mando el general,
se desertaron
armados veinte y tantos soldados, entre ellos un sa
rgento y tres o cua-
tro cabos, se formaron en partida de caballería y e
mpezaron a hacer
depredaciones de todo género en los suburbios de la
ciudad, el general
mandó fuerza a perseguirlos, se encontraron y pelea
ron hasta morir
dos o tres de los desertores; se tomaron diez a los
que les formaron
consejo de guerra, el que los sentenció a muerte, a
l día siguiente fue-
ron puestos en capilla en la casa de Cabildo, el ge
neral esa noche se
empeñó secretamente con varios diputados para que a
l día siguiente se
reuniese el Congreso y los indultase; cuando amanec
ió aparecieron en
la plaza diez banquillos, a las nueve se formó el e
jército y empezaron
a salir los sentenciados, ya estaban amarrados ocho
de ellos, cuando
aparecen en la plaza cuatro diputados gritando, per
dón, perdón a nom-
bre del Congreso (uno de ellos era fray Cayetano Ro
dríguez) en el
momento los ponen en libertad y los mandan a sus re
spectivos cuer-
pos; un sargento de ellos enloqueció, y pocos días
después volvieron a
desertar algunos de los mismos indultados.
Daba yo mi mesa diariamente a un capitán del N° 10
hijo de Montevi-
deo que se me había vendido por amigo; una noche se
aparece en mi
casa después de las once, me pide pasar la noche en
ella por haberse
cerrado ya la puerta de la calle donde él vivía, lo
admití, y se levantó a
medianoche cuando yo dormía, me roba 334 pesos fuer
tes que tenía en
una bolsa; a los tres días se lo conté al general,
me pidió su nombre,
no quise dárselo; entonces me suplicó, me rogó por
que se lo diera,
diciéndome quería hacer un ejemplar deshonrándolo a
l frente del ejér-
cito; como no pudo conseguir lo que él deseaba se v
alió del general
Cruz, quien al día siguiente vino a verme, al que l
e contesté, no quiero
perder a un miserable por tan corta cantidad. Como
este capitán tenía
alguna instrucción, el general puso a su cargo en u
na casa todos los
cadetes de los cuerpos, para que les enseñase matem
áticas, como esta
ciencia abraza varias ramas, el capitán agregó el d
e la sodomía; un
cadete de apellido Vida se quejó al general, éste d
espidió al capitán
del ejército con indignación; otro general le hubie
ra mandado formar
causa y lo habría fusilado.
No es cierto que de los usos europeos hiciese demas
iada ostentación
hasta el grado de chocar las costumbres nacionales
(como lo dice Paz)
como no es cierto que se presentase en público con
lujo ni con el es-
mero de un elegante refinado. Se presentaba aseado
como lo había
conocido yo siempre con una levita de paño azul con
alamares de seda
negra que se usaba entonces, su espada y gorra mili
tar de paño. Su
caballo no tenía más lujo que un gran mandil de pañ
o azul sin galón
alguno, que cubría la silla, y que estaba ya cansad
o de verlo usar en
Buenos Aires a todos los jefes de caballería. Todo
el lujo que llevó al
ejército fue una volanta inglesa de dos ruedas que
él manejaba con un
caballo y en la que paseaba algunas mañanas acompañ
ado de su se-
gundo el general Cruz; esto llamaba la atención por
que era la primera
vez que se veía en Tucumán. En los días clásicos qu
e vestía uniforme
se presentaba con un sombrero ribeteado con un rico
galón de oro que
le había regalado (el hoy general) don Tomás Iriart
e cuando se pasó
del ejército enemigo. La casa que habitaba y que el
general mandó
edificar en la ciudadela era de techo de paja, sus
muebles se reducían a
doce sillas de paja ordinaria, dos bancos de madera
, una mesa ordina-
ria, un catre pequeño de campaña con delgado colchó
n que siempre
estaba doblado; y la prueba que su equipaje era muy
modesto fue que
al año de haber llegado me hizo presente se hallaba
sin camisas, y me
pidió le hiciese traer de Buenos Aires dos piezas i
rlanda de hilo, lo
que efectué. Se hallaba siempre en la mayor escasez
, así es que mu-
chas veces me mandó pedir cien o doscientos pesos p
ara comer. Lo he
visto tres o cuatro veces en diferentes épocas con
las botas remenda-
das, y no se parecía en esto a un elegante de París
o Londres. El ejérci-
to que mandaba aunque estaba regularmente vestido e
ra mal pagado,
pues cada mes o dos meses recibía el soldado un pes
o o doce reales a
buena cuenta y los jefes y oficiales en proporción
pues el gobierno
nacional estaba contraído sólo a la formación del e
jército del señor
San Martín que debía escalar los Andes, y poco auxi
liaba al del Perú,
a pesar de esto, el ejército estaba bajo una discip
lina severa, y todas
las tardes tenía ejercicio general, al que iba much
as veces sin haber
comido, pues como el general no tenía dinero para p
agar la carne,
costaba mucho el conseguirla, así es que para remed
iar algo estas mi-
serias ordenó el general que cada regimiento formas
e una chacra y
sembrase su verdura. Como los soldados pasaban algu
nas veces hasta
día y medio sin comer carne, he visto en los ejerci
cios diarios con un
sol quemante como el de Tucumán caerse algunos sold
ados de debili-
dad, hasta el grado de mandar al hospital de sesent
a a ochenta en me-
nos de ocho días. He presenciado dos tardes que los
soldados no habí-
an comido, se hallaban cansados y sofocados por el
sol, y habiendo
visto el general pasar a una gran distancia unas ca
rretas con sandías,
mandó un ayudante a hacerlas venir, ordenó formar p
abellones, y se
las hizo repartir a toda la tropa dando orden para
que el comisario
pagase a los dueños.
Luego que el ejército de los Andes se puso en campa
ña, el gobierno
señaló al del Perú veinte mil pesos mensuales, el g
eneral me comisio-
nó (a pesar de mi repugnancia) para que le proporci
onase cada mes la
indicada cantidad; cuyo encargo me trajo algunos di
sgustos y una
fuerte y desagradable disputa con el general, por l
o que estuve un mes
sin verlo ni hablarlo; llegó el deseado correo de B
uenos Aires el gene-
ral me llamó, me dio una completa satisfacción dici
éndome que yo
había tenido razón, que olvidase yo lo que había pa
sado; pues había
sido engañado por el ministro de hacienda doctor do
n Agustín Gas-
cón.
En la página 288, tomo 1º, dice Paz. "El Congreso:
continuaba en
sesiones, habiendo el 9 de julio de 1816 declarado
nuestra indepen-
dencia de la España y de la corona de Castilla, per
o había en su seno
un germen de discordia que transpiraba por todas pa
rtes. Los diputa-
dos de Buenos Aires seguidos de la mayor parte de l
os de las provin-
cias dominaban el Congreso, y la oposición que les
hacían los de Cór-
doba procurando inútilmente contrastar la supremací
a e influencia de
la capital. Era en ese tiempo que Artigas, el céleb
re Artigas hacía una
guerra a muerte al gobierno general, que si tenía v
icios y defectos
representaba al menos los principios civilizadores,
mientras que aquél
se apoyaba en el bandidaje y la barbarie. Sin embar
go no faltaron
hombres de buena fe y hasta de mérito que lo apoyas
en, porque lo
creían un instrumento útil para las reformas que er
an necesarias. Sin
duda se engañaban como después lo han conocido y lo
han confesado.
En esto como sucede generalmente en todas las disco
rdias civiles,
difícil sería hallar la justicia exclusivamente en
uno de los partidos,
por lo común ambos pasan los límites que marcan la
equidad y la con-
veniencia pública. No me detendré más en esto sino
para decir que los
diputados de Córdoba fueron completamente vencidos,
y que cuando
el Congreso en fines del mismo año resolvió traslad
arse a Buenos
Aires, ellos se quedaron en su provincia separándos
e de sus destinos,
excepto el doctor Salguero de Cabrera".
Haré sobre esto varias observaciones. Desde el año
15 el gobernador
de Córdoba don José Díaz, y la mayor parte de sus h
abitantes estaban
en relaciones íntimas con el vándalo caudillo Artig
as y hostilizaban de
varios modos al gobierno general. Este mismo año or
denó el gobierno
que marchasen para el Perú a reforzar el ejército,
los regimientos N° 2
que mandaba el coronel don Juan Bautista Bustos y N
° 3 que mandaba
el coronel don Domingo French; como este coronel er
a más antiguo
tomó el mando de la división, y al llegar a la prov
incia de Córdoba fue
intimado French por el gobernador Díaz de no pasar
por aquella pro-
vincia; como no tenían otro camino no hizo caso y s
iguió su marcha.
Luego que la división salió del territorio de Córdo
ba, expidió un de-
creto el gobernador que, palabras más o menos, decí
a lo siguiente:
"Téngase por no pasada por la provincia de Córdoba
la división que
manda el coronel don Domingo French". Esto me lo co
ntaron en Tu-
cumán ambos coroneles Bustos y French.
Nada tenía de extraño que los diputados de las prov
incias se adhirie-
sen a los de Buenos Aires separándose de los de Cór
doba, pues pare-
cía que éstos no llevaban por objeto trabajar en bi
en del país, sino
esparcir doctrinas de Artigas, odios y prevenciones
a Buenos Aires y
con más encono a sus hijos, a tal grado que el dipu
tado de Córdoba
Cabrera de Cabrera [Salguero de Cabrera y Cabrera]
cuando iba de
visita a una casa se sentaba al lado de una señora
o señorita y luego
levantábase precipitadamente diciendo pus... está u
sted oliendo a por-
teño. Como esto lo repitió en varias casas, y lo co
ntaban las señoras a
sus visitas, no hubo uno que no lo supiese, de cuya
s resultas le hicie-
ron unos versos bastante sucios, los que andaban en
todos los estrados,
y conservo íntegros en mi memoria. Llegaba a tal gr
ado la hostilidad
de Córdoba al gobierno nacional, que el año 16 lleg
ó a Tucumán el
teniente don Cayetano Grimau conduciendo un pliego
para el Congre-
so, a su vuelta con la contestación encontró en la
provincia de Córdo-
ba al canónigo Corro y don Juan Pablo Bulnes que ve
nían de una en-
trevista con Artigas, y estos señores mandaron una
partida armada
para que le quitase el pliego que llevaba, lo que e
fectuaron.
En la página 195, tomo 1º, dice el señor Paz que en
el Tejar el que fue
más feliz, fue el capitán entonces (y después gener
al) don Mariano
Necochea, que saltando en su caballo y atravesando
casi por entre los
enemigos logró escapar para traer la noticia del fr
acaso.
Es extraño que un militar como el señor Paz mirase
con indiferencia y
no hiciese mención de un hecho de armas que quizá n
o ha habido otro
igual en la guerra de la Independencia. Es el caso
que Necochea, que
se había guarecido en un corral de palos con veinti
cinco granaderos a
caballo que mandaba, se resistió largo rato contra
más de trescientos
enemigos que lo tenían cercado, había perdido ya al
gunos soldados, y
prefirió morir a rendirse prisionero. Monta en un c
aballo en pelo con
la espada en la mano, párase en la puerta del corra
l sufriendo un
horroroso fuego, observa la línea enemiga y carga é
l solo donde estaba
la caballería, al ver venir al héroe todos se prepa
ran y se adelanta un
valiente soldado español a recibirlo, le divide la
cabeza de un fuerte
tajo, entonces todos le abren campo, se escapa golp
eándose la boca y
es perseguido por más de dos leguas. Hablando Necoc
hea conmigo
sobre ese suceso, me dijo que nunca había dado un t
ajo igual a aquél,
pues le había dividido la cabeza hasta el pescuezo.
En la página 6,
tomo segundo, dice Paz: "La efervescencia era cada
día más violenta
en todos los ángulos de la república, y era imposib
le precaver de su
acción a los ejércitos. Donde primero se manifestó
fue en el mismo
Tucumán donde había quedado una fracción del ejérci
to a las órdenes
del comandante o coronel don Domingo Arévalo. Tanto
él como el
gobernador de la provincia coronel Motta fueron dep
uestos, siendo en
seguida elegido popularmente el coronel de milicias
don Bernabé
Aráoz; que después fue tan célebre por la guerra in
testina que sostuvo,
y por su trágico fin".
Como estaba yo presente cuando estalló en Tucumán l
a indicada revo-
lución, y el general la pasa muy de prisa, haré var
ias observaciones y
detalles. Cuando el general Belgrano marchó con el
ejército para la
provincia de Santa Fe, dejó en Tucumán una guarnici
ón de piquetes de
todos los cuerpos que ascendían a seiscientos hombr
es al mando del
teniente coronel don Domingo Arévalo; pocos meses d
espués volvió a
Tucumán el general Belgrano gravemente enfermo, y a
l mes o dos
meses de estar allí, una noche a las once estalla u
na revolución en la
guarnición encabezada por el capitán del N° 9 don A
braham Gonzá-
lez, prenden a Arévalo y otros jefes, y se dirigen
a la casa del general
Belgrano a ponerle una barra de grillos. Su médico
y amigo el doctor
Redhead se opone fuertemente a este atentado, les h
ace presente el
delito que van a cometer con su general que se hall
a postrado en cama,
ello es que después de muchas observaciones y súpli
cas desistieron,
dejando al general con centinela de vista hasta el
día siguiente, que fue
cuando yo supe este suceso escandaloso, esa misma m
añana bien tem-
prano quitaron al legítimo gobernador Motta, y pusi
eron en su lugar a
don Bernabé Aráoz, así es que no hubo tal elección
popular como lo
asegura el señor Paz. Los revolucionarios tenían mi
edo que el general
Cruz que estaba a la cabeza del ejército situado en
Arequito, y para
justificar este movimiento hicieron un manifiesto (
que no vi) para
mandarle al general Cruz y ninguno se atrevía a ir,
entonces don Fer-
nando Oyuela teniente del N° 10 con el descaro e im
pavidez que le era
característico se ofreció a llevarlo, luego que lle
gó al ejército el gene-
ral Cruz mandóle poner una barra de grillos.
El revolucionario Abraham González era nacido en un
pueblo de
campaña de la Banda Oriental (creo que en Soriano),
hombre vulgar
sin educación alguna, gran charlatán, ambicioso, co
rrompido y de
malas costumbres: después de poco tiempo de haber h
echo la revolu-
ción se hizo nombrar coronel por don Aráoz, ya esto
no lo satisfacía,
quitó al gobernador y se puso él en su lugar, persi
guiendo a su bien-
hechor.
De resultas de la revolución se vio abandonado de t
odos el general
Belgrano, nadie lo visitaba, todos se retraían de h
acerlo; entonces
empecé a visitarlo todas las tardes, y cuando su en
fermedad se lo per-
mitía salíamos juntos a pasear a caballo, esto me a
traía la animadver-
sión de los revolucionarios, lo que me importaba mu
y poco, porque
cumplía con un deber de amistad. Como quince días d
espués de la
revolución, una tarde me dice el general, me hallo
sumamente pobre,
se han agregado a mi casa varios jefes fieles y ho
nrados y no tengo
cómo mantenerlos; ayer he escrito al gobernador Ará
oz pidiéndole
algún auxilio de dinero, y me lo ha negado; le hice
presente al general
que había hecho mal en dirigirse al gobernador esta
ndo yo que podía
darle lo que necesitase, al día siguiente le mandé
dos mil pesos con su
mismo criado. Como un mes y medio o dos meses de es
to me llama el
gobernador Aráoz y me dice, voy a mostrar a usted
una carta que
acabo de recibir de su amigo don Juan Bautista Bust
os, la puso en mi
mano y leí entre varias advertencias que le hacía,
una de ellas era: Esté
usted a la mira de las operaciones del porteño B...
que tiene mucha
amistad con el general Belgrano; indignado yo de es
to, le dije al go-
bernador, el general Bustos es un falso amigo, un v
il canalla, pues
quiere hacerme perseguir, y hostilizar al general B
elgrano postrado en
cama, el gobernador me contestó vaya usted con segu
ridad a su casa
que yo no lo he de incomodar. Debo advertir que ant
es de la revolu-
ción tuvo Bustos una amistad íntima conmigo, almorz
aba en mi casa
todos los días, y por las tardes me buscaba a cabal
lo para pasear jun-
tos, era tan íntima nuestra amistad que llamaba la
atención de todos, y
un día el general Belgrano me dijo, lo ven a usted
en estrecha amistad
con Bustos, ya le dará el pago el cordobés, me sonr
eí al oír esto, y
guardé reserva; el general como hombre de talento y
de mundo cono-
cía a Bustos mejor que yo, que era bastante joven.
Como un mes des-
pués una tarde en que paseábamos a caballo, me dice
el general, ami-
go B... yo quería a Tucumán como a mi propio país,
pero han sido tan
ingratos conmigo, que he determinado irme a Buenos
Aires pues mi
enfermedad se agrava cada día, le aprobé su pensami
ento indicándole
no debía perder tiempo. A los tres o cuatro días lo
encontré triste y
abatido, pregúntele lo que tenía y me contestó muy
afligido, amigo ya
no puedo ir a morir a mi país, pues no tengo recurs
o alguno para mo-
verme de aquí, ayer he escrito al gobernador pidién
dole algún dinero y
caballos para mi carruaje, y me ha negado todo; le
contesté, habiendo
plata hay caballos, y cuánto se necesita, y me preg
unta ¿de dónde la
saco? ¿Pues que se ha olvidado usted que tiene un a
migo? Sí, lo sé,
me contestó, pero lo he molestado a usted tantas ve
ces que no quiero
serle más gravoso; señor general a mí no me molesta
usted nunca, y en
prueba de ello, dentro de dos días le mandaré a ust
ed dos mil quinien-
tos pesos, haga usted desde hoy los preparativos pa
ra su viaje; le man-
dé lo ofrecido y se empeñó en que yo lo acompañara,
ofreciéndome un
asiento en su coche, me fue imposible complacerlo,
porque algunos
negocios que tenía pendientes me obligaban a demora
rme dos meses
más. A los ocho días se puso en marcha el general a
compañado del
doctor Redhead y su capellán el padre Villegas, con
dos ayudantes los
sargentos mayores don Gerónimo Helguera y don Emili
o Salvigni;
cuando llegaban a una posta lo bajaban cargado y lo
conducían a la
cama, en el camino, sufrió varios desaires, y en el
territorio de Córdo-
ba llegó al anochecer a una posta, luego que lo col
ocaron en la cama,
le dice a su ayudante Helguera, llame usted al maes
tro de posta que
quiero prevenirle de lo que necesito para mañana, e
l ayudante fue con
el recado, y el maestro de posta con la mayor altan
ería le contesta,
dígale usted al general Belgrano que si quiere habl
ar conmigo que
venga a mi cuarto que hay igual distancia, el ayuda
nte salió indignado
y no quiso dar al general la desvergonzada contesta
ción por no disgus-
tarlo, diciéndole estaba indispuesto por cuyo motiv
o no podía ir a su
llamado; todo esto me lo contó en Buenos Aires el m
ismo ayudante
Helguera.
No recuerdo cuánto tiempo después de la salida del
general me puse
en viaje para Buenos Aires, llegué a Córdoba el lun
es santo de 1820,
el jueves cuando me levanto de la cama me hallo con
la noticia de
haberse descubierto una revolución en el ejército e
ncabezada por los
sargentos, y que todos ellos estaban presos. El sáb
ado santo a las cinco
de la tarde vi fusilar dieciocho de estos valientes
, los más de ellos no
bajaban de veinte acciones de guerra. El ejército e
staba formado para
la ejecución, y lo mandaban el coronel don Alejandr
o Heredia y te-
niente coronel don José María Paz. Se habló de dive
rsos modos sobre
el objeto de esta revolución, algunos aseguraban qu
e era el marchar
con todo el ejército a Mendoza a ponerse a las órde
nes del general San
Martín que se hallaba en dicha ciudad.
Un día fui visitado por el teniente coronel don Die
go de la Riva comi-
sario del ejército, nombrado por Bustos, se empeñó
en llevarme a la
comisaría para que viese dos salas que estaban llen
as de fardos de
paños y lencería, del convoy venido de Buenos Aires
que había toma-
do Bustos, cuyo valor se decía pasaba de doscientos
cincuenta mil
pesos fuertes, luego que estuve allí me dice el com
isario, ya aquí no
hay la mitad de lo que llegó, pues como no le cuest
a nada a Bustos da
a todo el que le pide sin cuenta ni razón, al poco
rato llegó un oficial
con orden de darle seis varas de paño fino y no sé
cuánta lencería.
Me demoré un mes en Córdoba por el mal estado del c
amino, pues no
se podía transitar sin riesgo por las muchas partid
as de montoneros de
Santa Fe: cuando recibo aviso de Buenos Aires que e
l general Belgra-
no estaba en peligro, yo no tenía recibo ni documen
to alguno que
acreditase el dinero que le había suplido; sabía bi
en que el general era
muy honrado, y se acordaría en su testamento, pero
podía tener una
muerte súbita, y perder yo una cantidad que no podí
a serme indiferen-
te. Me puse luego en viaje, habiendo llegado una ta
rde al anochecer al
campo llamado de Cepeda, donde hacía pocos meses ha
bía tenido
lugar una batalla entre las fuerzas de Santa Fe y B
uenos Aires. En el
patio de la posta donde pasé, me encontré con dieci
ocho a veintidós
cadáveres en esqueleto tirados al pie de un árbol,
pues los muchos
cerdos y millones de ratones que había en la casa,
se habían manteni-
do y mantenían aún con los restos, al ver yo aquel
espectáculo tan
horroroso, fui al cuarto del maestro de posta, al q
ue encontré en cama
con una enfermedad de asma que lo ahogaba, le pedí
mandase a sus
peones que hicieran una zanja y enterrasen aquellos
restos, quitando
de la vista ese horrible cuadro, y me contesta, no
haré tal cosa, me
recreo con verlos pues son porteños, a una contesta
ción tan convin-
cente no tuve qué replicar, y me retiré al momento
con el corazón
oprimido. Entre aquellos restos de jefes y oficiale
s debía haber algu-
nos que pertenecían a las provincias, y entre ellos
el de un bizarro y
valiente oficial de apellido Hurtado nacido en Chil
e; pero en aquella
época deplorable era porteño todo el que servía al
gobierno nacional.
Por fin amaneció el día tan deseado por mí y seguí
mi camino. Al día
siguiente de mi llegada a Buenos Aires pasé a visit
ar al general Bel-
grano a quien encontré sentado en una silla poltron
a en un estado la-
mentable, después de un momento de conversación, me
dice, es cruel
mi situación pues me impide montar a caballo para t
omar parte en la
defensa de Buenos Aires contra López el de Santa Fe
que se prepara a
invadir esta ciudad, luego siguió diciendo, amigo B
... me hallo muy
malo duraré pocos días, espero la muerte sin temor,
pero llevo un gran
sentimiento al sepulcro, le pregunté ¿cuál es, seño
r general? y me
contesta, muero tan pobre que no tengo cómo pagarle
el dinero que
usted me tiene prestado, pero no lo perderá usted.
El gobierno me
debe algunos miles de pesos de mis sueldos, luego q
ue el país se tran-
quilice le pagará a mi albacea, el que queda encarg
ado de satisfacer a
usted con el primer dinero que perciba. Como un año
después de su
fallecimiento fui pagado.
El general Belgrano era un hombre de talento cultiv
ado, de maneras
finas y elegantes, gustaba mucho del trato con las
señoras, un día me
dijo que algo de lo que sabía lo había aprendido en
la sociedad con
ellas.
Otro día me dice: Me lleno de placer cuando voy de
visita a una casa y
encuentro en el estrado en sociedad con las señoras
a los oficiales de
mi ejército, en el trato con ellas los hombres se a
costumbran a moda-
les finos y agradables, se hacen amables y sensible
s, en fin, el hombre
que gusta de la sociedad de ellas, nunca puede ser
un malvado. Esta
ocurrencia me hizo reír mucho.
El general era muy honrado, desinteresado, recto, p
erseguía el juego y
el robo en su ejército, no permitía que se le robas
e un solo peso al
Estado, ni que se le vendiese más caro que a otros.
Como yo le había
hecho a él algunos servicios; y muy continuos al ej
ército sin interés
alguno. Cuando necesitaba paños lencería o alguna o
tra cosa para
ejército, me llamaba y decía, amigo B... necesito t
al cantidad de efec-
tos, tráigame las muestras y el último precio, en l
a inteligencia que
igual precio igual calidad usted es preferido a tod
os, pero igual calidad
un centavo menos cualquier otro, después de esto ll
amaba a los demás
comerciantes; generalmente éstos no tenían las cant
idades que necesi-
taba el general, ni podían vender tan acomodado com
o yo, por ser
muy valioso el negocio a mi cargo, así es que conti
nuamente le hacía
ventas.
El general era de regular estatura, pelo rubio, car
a y nariz fina, color
muy blanco algo rosado, sin barba, tenía una fístul
a bajo un ojo (que
no lo desfiguraba porque era casi imperceptible), s
u cara era más bien
de alemán que de porteño, no se le podía acompañar
por la calle por-
que su andar era casi corriendo, no dormía más que
tres o cuatro
horas, montando a caballo a medianoche que salía de
ronda a observar
el ejército, acompañado solamente de un ordenanza.
Era tal la abnega-
ción con que este hombre extraordinario se entregó
a la libertad de su
patria, que no tenía un momento de reposo, nunca bu
scaba su comodi-
dad, con el mismo placer se acostaba en el suelo o
sobre un banco, que
en la más mullida cama.
Conversando yo un día sobre el general, con el seño
r don Valentín
Gómez, me dijo este señor, si el general Belgrano n
o hubiese muerto
habríamos tenido otro Washington en la República Ar
gentina. El se-
ñor Gómez era voto irrecusable, porque nunca había
tenido amistad
con el general, había adquirido noticias y registra
do muchos escritos
para hacer la oración fúnebre que dijo en los suntu
osos funerales que
el año 21 le mandó hacer el señor Rivadavia, amigo
íntimo del finado;
pero ni en esa época, ni después, han tratado los g
obiernos de mandar
hacer un monumento donde reposen las cenizas de est
e esclarecido
patriota, y se permite que su sepulcro sea pisotead
o diariamente por
los que entran y salen de la iglesia de Santo Domin
go.
Por conclusión, ya que he nombrado al señor Gómez m
e ocuparé un
momento en vindicar a este señor.
Muchas veces había oído yo a don Manuel Dorrego y s
us amigos
cuando atacaban a don Valentín Gómez, echarle en ca
ra haber ido a
Francia a negociar al príncipe de Luca, con este mo
tivo pregunté al
señor Gómez si era cierto eso, y me contestó lo sig
uiente.
Estando yo en París el año 19 se acercó a mí un per
sonaje (que lo
nombró y no me acuerdo) y me propuso al príncipe de
Luca para co-
ronarlo en la República Argentina, le contesté que
no podía hablar
sobre eso, porque no estaba en mis instrucciones, q
ue lo único que
podía hacer en su obsequio era dar parte a mi gobie
rno; así lo hice y es
todo cuanto ha pasado.
[Original en Museo Mitre, Buenos Aires, Archivo de
Belgrano, docu-
mento A. 5 -C.1-C.-3]con todo el ejército a Mendoza a ponerse a las órde
nes del general San
Martín que se hallaba en dicha ciudad.
Un día fui visitado por el teniente coronel don Die
go de la Riva comi-
sario del ejército, nombrado por Bustos, se empeñó
en llevarme a la
comisaría para que viese dos salas que estaban llen
as de fardos de
paños y lencería, del convoy venido de Buenos Aires
que había toma-
do Bustos, cuyo valor se decía pasaba de doscientos
cincuenta mil
pesos fuertes, luego que estuve allí me dice el com
isario, ya aquí no
hay la mitad de lo que llegó, pues como no le cuest
a nada a Bustos da
a todo el que le pide sin cuenta ni razón, al poco
rato llegó un oficial
con orden de darle seis varas de paño fino y no sé
cuánta lencería.
Me demoré un mes en Córdoba por el mal estado del c
amino, pues no
se podía transitar sin riesgo por las muchas partid
as de montoneros de
Santa Fe: cuando recibo aviso de Buenos Aires que e
l general Belgra-
no estaba en peligro, yo no tenía recibo ni documen
to alguno que
acreditase el dinero que le había suplido; sabía bi
en que el general era
muy honrado, y se acordaría en su testamento, pero
podía tener una
muerte súbita, y perder yo una cantidad que no podí
a serme indiferen-
te. Me puse luego en viaje, habiendo llegado una ta
rde al anochecer al
campo llamado de Cepeda, donde hacía pocos meses ha
bía tenido
lugar una batalla entre las fuerzas de Santa Fe y B
uenos Aires. En el
patio de la posta donde pasé, me encontré con dieci
ocho a veintidós
cadáveres en esqueleto tirados al pie de un árbol,
pues los muchos
cerdos y millones de ratones que había en la casa,
se habían manteni-
do y mantenían aún con los restos, al ver yo aquel
espectáculo tan
horroroso, fui al cuarto del maestro de posta, al q
ue encontré en cama
con una enfermedad de asma que lo ahogaba, le pedí
mandase a sus
peones que hicieran una zanja y enterrasen aquellos
restos, quitando
de la vista ese horrible cuadro, y me contesta, no
haré tal cosa, me
recreo con verlos pues son porteños, a una contesta
ción tan convin-
cente no tuve qué replicar, y me retiré al momento
con el corazón
oprimido. Entre aquellos restos de jefes y oficiale
s debía haber algu-
nos que pertenecían a las provincias, y entre ellos
el de un bizarro y
valiente oficial de apellido Hurtado nacido en Chil
e; pero en aquella
época deplorable era porteño todo el que servía al
gobierno nacional.
Por fin amaneció el día tan deseado por mí y seguí
mi camino. Al día
siguiente de mi llegada a Buenos Aires pasé a visit
ar al general Bel-
grano a quien encontré sentado en una silla poltron
a en un estado la-
mentable, después de un momento de conversación, me
dice, es cruel
mi situación pues me impide montar a caballo para t
omar parte en la
defensa de Buenos Aires contra López el de Santa Fe
que se prepara a
invadir esta ciudad, luego siguió diciendo, amigo B
... me hallo muy
malo duraré pocos días, espero la muerte sin temor,
pero llevo un gran
sentimiento al sepulcro, le pregunté ¿cuál es, seño
r general? y me
contesta, muero tan pobre que no tengo cómo pagarle
el dinero que
usted me tiene prestado, pero no lo perderá usted.
El gobierno me
debe algunos miles de pesos de mis sueldos, luego q
ue el país se tran-
quilice le pagará a mi albacea, el que queda encarg
ado de satisfacer a
usted con el primer dinero que perciba. Como un año
después de su
fallecimiento fui pagado.
El general Belgrano era un hombre de talento cultiv
ado, de maneras
finas y elegantes, gustaba mucho del trato con las
señoras, un día me
dijo que algo de lo que sabía lo había aprendido en
la sociedad con
ellas.
Otro día me dice: Me lleno de placer cuando voy de
visita a una casa y
encuentro en el estrado en sociedad con las señoras
a los oficiales de
mi ejército, en el trato con ellas los hombres se a
costumbran a moda-
les finos y agradables, se hacen amables y sensible
s, en fin, el hombre
que gusta de la sociedad de ellas, nunca puede ser
un malvado. Esta
ocurrencia me hizo reír mucho.
El general era muy honrado, desinteresado, recto, p
erseguía el juego y
el robo en su ejército, no permitía que se le robas
e un solo peso al
Estado, ni que se le vendiese más caro que a otros.
Como yo le había
hecho a él algunos servicios; y muy continuos al ej
ército sin interés
alguno. Cuando necesitaba paños lencería o alguna o
tra cosa para
ejército, me llamaba y decía, amigo B... necesito t
al cantidad de efec-
tos, tráigame las muestras y el último precio, en l
a inteligencia que
igual precio igual calidad usted es preferido a tod
os, pero igual calidad
un centavo menos cualquier otro, después de esto ll
amaba a los demás
comerciantes; generalmente éstos no tenían las cant
idades que necesi-
taba el general, ni podían vender tan acomodado com
o yo, por ser
muy valioso el negocio a mi cargo, así es que conti
nuamente le hacía
ventas.
El general era de regular estatura, pelo rubio, car
a y nariz fina, color
muy blanco algo rosado, sin barba, tenía una fístul
a bajo un ojo (que
no lo desfiguraba porque era casi imperceptible), s
u cara era más bien
de alemán que de porteño, no se le podía acompañar
por la calle por-
que su andar era casi corriendo, no dormía más que
tres o cuatro
horas, montando a caballo a medianoche que salía de
ronda a observar
el ejército, acompañado solamente de un ordenanza.
Era tal la abnega-
ción con que este hombre extraordinario se entregó
a la libertad de su
patria, que no tenía un momento de reposo, nunca bu
scaba su comodi-
dad, con el mismo placer se acostaba en el suelo o
sobre un banco, que
en la más mullida cama.
Conversando yo un día sobre el general, con el seño
r don Valentín
Gómez, me dijo este señor, si el general Belgrano n
o hubiese muerto
habríamos tenido otro Washington en la República Ar
gentina. El se-
ñor Gómez era voto irrecusable, porque nunca había
tenido amistad
con el general, había adquirido noticias y registra
do muchos escritos
para hacer la oración fúnebre que dijo en los suntu
osos funerales que
el año 21 le mandó hacer el señor Rivadavia, amigo
íntimo del finado;
pero ni en esa época, ni después, han tratado los g
obiernos de mandar
hacer un monumento donde reposen las cenizas de est
e esclarecido
patriota, y se permite que su sepulcro sea pisotead
o diariamente por
los que entran y salen de la iglesia de Santo Domin
go.
Por conclusión, ya que he nombrado al señor Gómez m
e ocuparé un
momento en vindicar a este señor.
Muchas veces había oído yo a don Manuel Dorrego y s
us amigos
cuando atacaban a don Valentín Gómez, echarle en ca
ra haber ido a
Francia a negociar al príncipe de Luca, con este mo
tivo pregunté al
señor Gómez si era cierto eso, y me contestó lo sig
uiente.
Estando yo en París el año 19 se acercó a mí un per
sonaje (que lo
nombró y no me acuerdo) y me propuso al príncipe de
Luca para co-
ronarlo en la República Argentina, le contesté que
no podía hablar
sobre eso, porque no estaba en mis instrucciones, q
ue lo único que
podía hacer en su obsequio era dar parte a mi gobie
rno; así lo hice y es
todo cuanto ha pasado.
[Original en Museo Mitre, Buenos Aires, Archivo de
Belgrano, docu-
mento A. 5 -C.1-C.-3]

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